1965 Madrid
Mirar muy de cerca los cuadros de Alfredo Roldán da lugar a descubrimientos interesantes. La superficie está llena de escofinas y raspaduras, manchas, impactos, graffiti y líneas. Este tratamiento crea una gran cantidad de “mini-manchas”, hasta en áreas pequeñas del mismo color, todas con diferencias diminutas de refacción que, junto con el uso de colores muy diluido, permite variaciones interminables de contrastes, matices y tonalidad.
“Primero hago una mancha neutra de tonos cálidos y próximos al naranja y dibujo con líneas de colores pardos para perfilar un bosquejo inicial con formas generales. En las obras en las que coloco una figura humana, el rostro es la llave que me permite centrar el cuadro. Mas o menos tengo claro de antemano las masas de color que voy a usar; pero estoy abierto a cualquier cambio”.
El grueso de su trabajo está dedicado a la representación de la figura humana. Al hacerlo, simplifica la realidad sin disminuirla. Se acerca a sus objetos de forma sencilla, aplicando sus colores en capas exactas –mostrándonos cómo ve él un vaso, una fruta o una cara– y después las combina de la misma forma que un montador de cine, pega fotograma a fotograma y plano a plano. El conjunto final guarda ese aire barroco propio de todas las obras de arte intensamente vivas.